Con la noche vienen los deseos de soltar la pluma, de
adentrarse a escribir para florecer parte de los fenómenos, que, algunas veces
revueltos, se amontonan en el interior.
Es difícil tratar de discernirlos en
primera instancia para después escribirlos, esto lleva algunas veces a
conocidos laberintos emocionales, a discusiones contigo mismo, y a un diálogo
interno, que fructífero y posiblemente manejable por un rato, después de un
tiempo puede convertirse en una pesada y aburrida carga. No productiva.
Es mejor sacar a flote la aventura de escribir, dejar a la
superficie el pensamiento y permitir que la marea del papel, siempre
impredecible y que se maneja a ritmos distintos exponga parte de lo que al
interior sucede.
Escribir es una aventura que hay que permitirse vivir, en mi
caso es claro que algunas veces el principal enemigo de la escritura y de la
fluidez es el diálogo interno, es esa etapa en la que te preguntas y te
cuestionas sobre lo que escribes, en la que te adentras en una búsqueda
incesante de palabras solamente para crear malabares lingüísticos en algunos
momentos, o para otorgar más glamour a las ideas.
La fluidez escrita puede ser, como la improvisación musical,
un retrato más nítido del alma y de la intencionalidad sensible del emisor.
Después de todo, al incluir el componente de racionalidad en el escribir, el
pensar en estructuras, reglas o incluso en los frutos de un clavado al
diccionario de la Lengua puede asemejarse al trabajo decorativo, que en muchas
artes en efecto puede marcar y producir grandes diferencias, inmensas obras de
arte, pero entonces siempre cabe preguntarse ¿En dónde encontrar ese retrato nítido
del alma?.

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